Por Dr. Héctor Forero, director clínico en glaucoma ATENEA
El glaucoma ha sido uno de los retos más desafiantes en la oftalmología moderna. A lo largo de los últimos 30 años, hemos presenciado avances increíbles en el tratamiento de esta enfermedad, desde el desarrollo de nuevas tecnologías hasta la creación de terapias médicas y quirúrgicas más efectivas. Sin embargo, a pesar de todo lo que disponemos, la pregunta sigue en el aire: ¿estamos realmente fracasando como oftalmólogos cuando permitimos que nuestros pacientes sigan perdiendo fibras nerviosas irreparables?
Hoy, hay más conocimiento de la fisiopatología del glaucoma. El diagnóstico precoz, es el resultado de décadas de investigación y avances científicos. Nos encontramos en una posición privilegiada: sabemos que es posible detectar el glaucoma antes de que cause un daño irreversible. Pero este avance viene acompañado de una gran responsabilidad de nosotros y del sistema de salud. Sabemos que la hipertensión ocular es un factor clave en el desarrollo del glaucoma, y ya no debería haber dudas sobre la importancia de tratar la presión ocular elevada antes de que se presente un daño evidente.
Hay que recordar que los picos de presión ocular pueden ocurrir en cualquier momento del día, con mayor frecuencia en las mañanas, lo que añade complejidad al diagnóstico. Y aunque contamos con sofisticadas herramientas de imagen, como la fotografía del fondo de ojo, que nos permite capturar el estado del nervio óptico para monitorearlo a largo plazo, la pregunta sigue siendo: ¿estamos utilizando todas estas herramientas de manera efectiva para proteger a nuestros pacientes?
El concepto de daño precampimetrico —es decir, la capacidad de detectar glaucoma antes de que se presenten cambios en el campo visual— debería estar más presente en nuestra práctica diaria. A pesar de los avances en campimetría computarizada y la tomografía de coherencia óptica (OCT), que nos permiten identificar daños incipientes en las capas de fibras nerviosas, es preocupante que sigamos encontrando casos de daño avanzado que podrían haberse prevenido.
El tratamiento médico ha revolucionado el manejo del glaucoma. Medicamentos como el timolol y las prostaglandinas han cambiado las reglas del juego, permitiéndonos controlar la presión ocular sin recurrir a cirugías en muchos casos. Además, la disponibilidad de gotas sin preservantes ha mejorado la calidad de vida de los pacientes. Sin embargo, la intervención quirúrgica sigue siendo necesaria en ciertos casos, y aquí surge otro dilema: ¿estamos operando demasiado temprano? O peor aún, ¿estamos tratando pacientes que no necesitan ser tratados?
Es evidente que la oftalmología ha avanzado enormemente en la lucha contra el glaucoma, pero estos avances también nos obligan a reflexionar. Con el poder que tenemos en nuestras manos viene una enorme responsabilidad. No podemos permitirnos dejar pasar señales de alarma o ignorar herramientas diagnósticas que podrían evitar la pérdida visual irreversible. Sin embargo, tampoco podemos caer en la trampa de tratar o intervenir en exceso.
El verdadero reto de la lucha contra el glaucoma radica en este equilibrio: saber cuándo intervenir y cuándo esperar, cuándo confiar en la tecnología y cuándo aplicar nuestro juicio clínico. Como oftalmólogos, debemos mantenernos firmes en nuestro compromiso de utilizar todos los recursos a nuestro alcance, siendo conscientes de los límites y riesgos inherentes en cada decisión.
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